REGALO DE REYES
Había una vez un mundo donde cada niño al nacer recibía una estrella luminosa. Esa estrella flotaba sobre su cabeza y brillaba con una luz especial que solo los puros de corazón podían ver. Era un símbolo de su inocencia, de sus sueños y de la magia que traían al mundo. Los adultos también habían tenido una estrella una vez, pero a medida que crecían y enfrentaban las dificultades de la vida, la mayoría la perdía, olvidando incluso que alguna vez la habían tenido.
En ese mundo habitaba una niña llamada Lía y donde quiera que ésta iba, su luz iluminaba a quienes la rodeaban. Pero Lía fue notando algo extraño, y es que cada vez más los niños en su aldea perdían sus estrellas mucho antes de tiempo. Sus amigos dejaban de jugar, se volvían serios y fríos, y sus ojos, que antes reflejaban alegría, ahora se parecían llenos de sombras. Lía no entendía qué estaba ocurriendo, pero sentía que algo oscuro estaba robando las estrellas.
Una noche, mientras miraba al cielo, vio una figura misteriosa que parecía recoger estrellas caídas. Era un anciano encorvado, vestido con una capa oscura que parecía hecha de la misma noche. Intrigada, Lía lo siguió hasta una cueva oculta tras muchos matorrales. Allí descubrió algo aterrador; un enorme cofre lleno de estrellas apagadas. Algunas eran pequeñas como luciérnagas, otras apenas parpadeaban, y muchas ya no tenían luz.
El anciano, al notar su presencia, la miró con ojos tristes.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Lía, temblando.
—No soy yo quien roba las estrellas, niña —respondió el anciano con voz grave—. Yo soy su guardián. Las recojo cuando son arrancadas de los niños por el mundo.
Lía se acercó al cofre y sintió el frío que emanaba de las estrellas apagadas.
—¿Quién las arranca? —insistió.
El anciano suspiró.
—Son los susurros de la oscuridad, las pantallas que atrapan sus mentes, las palabras duras que escuchan, los ojos que ven cosas que no deberían ver, y los corazones que se endurecen demasiado pronto. Los niños dejan de creer en la magia, dejan de soñar, y sus estrellas caen.
Lía sintió una punzada en el pecho. Pensó en sus amigos, en cómo se habían apartado de los juegos, en cómo habían dejado de reír.
—¿Podemos devolverles las estrellas? —preguntó con esperanza.
El anciano negó con la cabeza.
—Las estrellas no pueden devolverse. Pero hay una forma de hacerlas brillar de nuevo.
Le explicó que cada estrella necesitaba ser tocada por la luz de alguien que aún la tuviera, alguien que aún fuera inocente y creyera en la magia. Una luz fuerte podía encender las demás. Pero era un trabajo arduo, porque no bastaba con acercarse; había que tocar los corazones de quienes habían perdido sus estrellas.
Lía, decidida, tomó su estrella entre las manos. Sabía que tenía que intentarlo. Durante días y noches, recorrió su aldea buscando a sus amigos. Les contaba cuentos sobre mundos mágicos, los invitaba a correr bajo la lluvia y les mostraba cómo las cosas más simples, como una flor o una nube, podían ser maravillosas si las miraban con los ojos del corazón.
Al principio, sus amigos se burlaron de ella. Decían que ya no eran niños para esas cosas. Pero poco a poco, algo comenzó a cambiar. Uno por uno, las estrellas empezaron a encenderse de nuevo, aunque fuera con una luz tenue. Lía descubrió que no podía encenderlas todas, pero con cada niño que recuperaba la luz de su estrella, el mundo parecía un poco más luminoso.
Cuando volvió a la cueva para ver al anciano, encontró el cofre casi vacío. Él la miró con una sonrisa, y su figura comenzó a desvanecerse.
—El guardián ya no es necesario —dijo—. Mientras haya alguien como tú, las estrellas tendrán esperanza.
Y así, Lía se convirtió en la protectora de las estrellas, recordando a todos que, aunque el mundo intentara robarnos la inocencia, siempre hay una chispa que puede volver a encenderla si somos lo suficientemente valientes para buscarla.
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