Amor no es hacerse cargo de la vida del otro
Existe una confusión muy extendida entre el amor y la responsabilidad. Amar no significa vivir por el otro, ni resolverle aquello que le corresponde afrontar. Amar no implica renunciar a los propios límites ni asumir tareas que el otro puede —y debe— aprender a sostener por sí mismo.
Cada persona llega a esta vida con unas capacidades, unos desafíos y un camino propio que recorrer. Ese camino incluye enfrentarse a miedos, inseguridades, incomodidades y aprendizajes. Cuando alguien, desde el entorno cercano, asume de manera constante esas responsabilidades ajenas, no siempre está ayudando: muchas veces está reforzando la dependencia.
Delegar puede resultar muy cómodo. Es más fácil que otro haga, decida, gestione o enfrente lo que a mí me incomoda. Y cuando existe un lazo afectivo —familia, pareja, hijos— esa delegación se disfraza fácilmente de amor, de cuidado o de “no pasa nada, ya lo hago yo”.
Pero ahí comienza una dinámica peligrosa: una persona deja de ejercitar su autonomía y otra empieza a cargar con un peso que no le corresponde. Poco a poco, lo excepcional se vuelve habitual, y lo habitual se convierte en exigencia.
Ayudar no es eliminar el miedo del otro, sino acompañarlo mientras aprende a atravesarlo. Sin embargo, muchas veces, por evitarle una incomodidad a alguien que queremos, reforzamos justamente aquello que lo limita: sus inseguridades, su falta de confianza, su creencia de que no puede.
Así, sin mala intención, se construyen relaciones donde uno depende y el otro sostiene. Y cuanto más se sostiene, menos se responsabiliza quien delega. El resultado no es crecimiento, sino estancamiento.
Poner límites también es amar
Marcar límites no es ser frío, egoísta ni distante. Es reconocer que cada persona tiene derecho —y deber— de hacerse cargo de su propia vida. Es decir: “confío en que puedes”, en lugar de “déjame hacerlo por ti”.
Los límites sanos incomodan al principio, pero a largo plazo dignifican. Devuelven a cada uno su lugar y permiten relaciones más equilibradas, donde el vínculo no se basa en la necesidad, sino en la elección.
Responsabilidad, dignidad y autonomía
La verdadera ayuda empodera. No sustituye, no invade, no anula. Acompaña sin cargar. Apoya sin resolver. Está presente sin asumir lo que no corresponde.
Porque el amor auténtico no quita responsabilidad: la fortalece. No infantiliza: reconoce al otro como capaz. Y no ata: libera.
Quizá sea momento, como sociedad, de revisar cuánto de lo que llamamos amor es en realidad miedo al conflicto, culpa o costumbre. Y atrevernos a amar desde un lugar más consciente, donde cada quien se haga cargo de su vida, y el vínculo sea un espacio de crecimiento mutuo, no de dependencia.
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