DICIEMBRE - Vivimos distraídos: La vida programada para no mirarnos por dentro

Cada vez son más las voces que coinciden en una sensación inquietante: vivimos inmersos en una vida diseñada para distraernos. No es casualidad que el ritmo social esté marcado por una sucesión de festividades, temporadas y obligaciones que apenas dejan espacio para detenerse, escucharse o profundizar en lo que realmente importa. Pareciera que la maquinaria cultural estuviera pensada para mantenernos ocupados, entretenidos y, sobre todo, lejos de nosotros mismos, por no dejar atrás las temporadas de descuentos, rebajas y liquidaciones.

El calendario social funciona como una cadena ininterrumpida de estímulos. Llega el verano con sus largas vacaciones, fiestas, terrazas, viajes y playas que prometen descanso, pero muchas veces solo añaden más ruido. Apenas comienza septiembre, la atención se desvía hacia compras, rutinas y preparativos escolares. Y cuando parece que habrá calma, aterriza Halloween, seguido por Navidad, que a su vez da paso a Carnavales, que enlazan con Semana Santa, convertida ya en una fecha más para viajar, más turismo, más consumo. Y así un año tras otro.

En medio de este ciclo, la sociedad empuja a compromisos y obligaciones emocionales que no siempre nacen del deseo, sino de un deber impuesto: asistir a las cenas navideñas, aparecer en cumpleaños, mantener tradiciones que quizá ya no tienen sentido para todos. Se instala la idea de que faltar es fallar; que no participar es decepcionar. El chantaje emocional se ha normalizado tanto que muchas personas cumplen por inercia, por miedo, por culpa, no por auténtica conexión.

A esto se suman los gastos: fiestas, trajes, peluquerías, maquillaje, regalos, cenas, tarjetas de crédito que se estiran más que la propia voluntad. Una espiral de consumo que termina por hipotecar energía, tiempo, dinero y tranquilidad mental. Mientras tanto, se multiplican los mensajes vacíos en diciembre, el llamado “mes de la hipocresía”, donde reaparecen contactos que no forman parte de la vida real, pero se mantienen en un guion social repetido cada año.

Todo esto sucede mientras, paradójicamente, la salud mental colectiva se deteriora. El vacío crece. La sensación de desconexión es cada vez más evidente. Y aun así, la estructura social insiste en seguir adelante, distraer, maquillar, adornar, llenar la agenda de celebraciones que no siempre celebran nada.

Quizá sea momento de plantear una reflexión colectiva: ¿qué espacios dejamos para lo auténtico? ¿Qué lugar ocupan el silencio, la pausa, la introspección, la conexión real? ¿Cuánto de nuestro día a día está elegido conscientemente y cuánto está simplemente heredado, impuesto o automatizado?

Vivir no debería consistir en saltar de festividad en festividad, de obligación en obligación, de consumo en consumo. Recuperar la libertad interior implica observarse, cuestionar y, sobre todo, permitirse romper con lo que no tiene significado. Tal vez ahí, en esa retirada consciente, se encuentre la oportunidad de volver a conectar con lo esencial y de construir una vida menos distraída y más propia.

Es momento de practicar que el amor es dejar a las personas donde quieren estar y que éstas sean cuáles sean su rol pueden multiplicar nuestra felicidad, pero no están para llenar nuestra, añoranza, vacío o necesidad.

Disfrutar de la vida es un derecho pero buscar un equilibrio con el adentro es nuestra obligación.

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