LOS ADJETIVOS POSESIVOS
Desde que tengo uso de razón senti en mi interior un rechazo hacia los adjetivos posesivos, son necesarios para designar pertenencias pero reflejan una estructura de lenguaje que a menudo se traduce no solo en vínculos, sino también dinámicas de control, apropiación y responsabilidades que pueden ser opresivas o limitantes. Al decir por ejemplo “mi hijo” o “mi pareja”, el lenguaje introduce una noción de pertenencia que no necesariamente es coherente con la esencia de la libertad y la autonomía inherente a cada ser.
La ilusión de la pertenencia
Desde una perspectiva espiritual, siempre he sentido que ni siquiera nuestra vida nos pertenece, todo es un préstamo para que nosotros podamos ser a imagen y semejanza de nuestro padre, y desarrollar el amor que el siente hacia todos sus hijos. Todo lo que existe es interdependiente, pero no propiedad de nadie. La vida fluye en ciclos, nacemos, vivimos, aprendemos y regresamos a esa fuente universal. El lenguaje, sin embargo, con su carácter simbólico y humano, tiende a marcar límites y apropiaciones. Decir “mi” implica que algo o alguien está bajo nuestra órbita, control o responsabilidad, lo cual puede distorsionar la realidad de las relaciones; nadie pertenece a nadie, somos libres por naturaleza, aunque vivimos en conexión.
El peso del deber y la expectativa
Los adjetivos posesivos no solo nombran, también cargan relaciones con expectativas culturales y sociales. Por ejemplo, decir “mi hijo” puede implicar la creencia de que somos responsables de su destino más allá de acompañarlo en su camino. Esto puede llevar a dinámicas de control, sacrificio excesivo o pérdida de identidad, porque se espera que quienes están bajo “nuestra posesión” actúen según nuestras ideas o necesidades. Es una carga que muchas veces asfixia, tanto al que “posee” como al que es “poseído”.
Una visión más libre de las relaciones
En lugar de adjetivos posesivos, podemos adoptar una perspectiva que enfatice la conexión y la temporalidad. Más que “mi hijo”, podríamos decir “el ser que acompaño en su crecimiento”; más que “mi pareja”, “el alma con la que comparto este tramo de mi viaje”, solo podemos llamarlos por su nombre. Esta manera de expresar las relaciones nos recuerda que estamos juntos en el camino, pero que cada ser tiene su propósito y libertad.
Muchas veces, los humanos caemos en la trampa de creer que el mundo nos pertenece, cuando en realidad somos parte de él. Este pensamiento posesivo hacia los recursos y los seres vivos ha llevado a la explotación desmedida del planeta. Si en lugar de pensar en “mis” recursos o “mi” tierra, pensáramos en cómo coexistimos con ellos, la relación sería de respeto y reciprocidad, no de apropiación.
Responsabilidad vs. Posesión
Hay que diferenciar entre responsabilidad y posesión. Es cierto que, en ciertos momentos de la vida, asumimos responsabilidades hacia otros (como un padre hacia su hijo pequeño). Sin embargo, esa responsabilidad no implica que el otro nos pertenezca. Más bien, es un acto de amor consciente que reconoce la independencia del otro ser y su derecho a encontrar su propio camino.
Una invitación al desapego
Finalmente, cuestionar el uso de los adjetivos posesivos es también un ejercicio de desapego. Nos invita a recordar que todo lo que experimentamos en esta vida es temporal: las personas, los vínculos, incluso nuestras propias identidades. El desapego no significa falta de amor, sino amor sin ataduras. Es disfrutar y cuidar lo que tenemos cerca sin aferrarnos, sin intentar poseerlo o controlarlo.
Mi rechazo hacia los adjetivos posesivos no es una negación de los vínculos, sino un recordatorio de que los vínculos más sanos y profundos nacen desde la libertad, no desde la apropiación.
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