LOS TOMATES DESABRIDOS

Cuando estaba en mi anterior trabajo, tenía un compañero que vivía en San Nicolás de Tolentino, conocida como La Aldea, en Gran Canaria. Cada vez que podía, nos traía tomates de esa zona. Eran tomates especiales, de esos que no solo tienen un sabor único, sino que guardan una historia en cada mordisco. Recuerdo perfectamente cómo, al probarlos, algo en mí se encendía. El sabor era espectacular, y con cada bocado me transportaba a mi infancia, a esos días en los que mi familia trabajaba en los tomateros. Había algo en ese tomate que era mucho más que un alimento, era un vínculo con el pasado, con la tierra, con los recuerdos de un tiempo donde las cosas se hacían con calma y respeto por los ciclos de la naturaleza.

Hoy en día, todo parece estar diseñado para acelerar el tiempo. Queremos apurarlo todo, tanto que no dejamos que la naturaleza siga su curso. Eso se nota especialmente en el ejemplo de los tomates. En los supermercados, puedemos encontrar tomates perfectamente rojos, pero cuando los pruebas, son desabridos, no tienen alma. Sí, están maduros a la vista, pero no saben a tomate. Esto me hace pensar en cómo hemos cambiado nuestras prioridades, sacrificando el sabor y la autenticidad por la rapidez y la apariencia.

El tomate es un símbolo de algo más profundo. Antiguamente, su cultivo era un acto de paciencia. Se esperaba el momento justo, se confiaba en el sol, en la tierra y en el tiempo para que el fruto alcanzara su plenitud. Ese proceso natural daba como resultado un tomate con sabor verdadero, un sabor que conectaba con la tierra y con las manos que lo cultivaron. Pero hoy, en nuestra obsesión por controlar todo, hemos perdido ese respeto por los ritmos naturales. Ahora se usan técnicas para que el tomate madure antes de tiempo, para que luzca atractivo sin importar su esencia. Lo que obtenemos es un producto que parece ser lo que no es, un tomate que no sabe a tomate.

Esto no ocurre solo con los alimentos. Es un reflejo de cómo vivimos nuestras vidas. El ser humano, en su afán por dominar el tiempo, por acelerar lo que considera lento, ha roto con los ciclos naturales de la vida. Vivimos en un mundo donde todo debe ser inmediato, desde el crecimiento de los alimentos hasta nuestras relaciones y nuestras metas personales. Nos hemos acostumbrado a la cultura de la prisa, donde la paciencia es vista como una pérdida de tiempo.

Sin embargo, los procesos naturales nos enseñan que todo tiene su momento. Un tomate que madura al sol no solo tiene sabor, sino una historia, un vínculo con la tierra y con el tiempo que lo vio crecer. Cuando forzamos las cosas, perdemos esa conexión, y con ella, el verdadero sabor de la vida. Quizás, al recordar el sabor de esos tomates de La Aldea, podemos encontrar una lección valiosa,  no se trata solo de alimentos, sino de cómo queremos vivir.

¿Queremos seguir sacrificando lo verdadero por lo inmediato? ¿O podemos aprender a respetar los ritmos que no podemos controlar? Volver a lo auténtico, a lo que toma tiempo, es un acto de resistencia en un mundo que corre sin rumbo. Porque al final, como en esos tomates que saben a infancia, lo que más valoramos es lo que nos conecta con la esencia, con lo que no se puede fabricar ni apresurar, el sabor de lo auténtico.

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