Suicidio, silencio y un sistema que nos rompe


La epidemia silenciosa,  suicidio, un sistema fracasado y una humanidad que se enfría

Vivimos tiempos en los que la apariencia vale más que el sentir, donde la sonrisa se ha convertido en un disfraz y el dolor en un tabú. Cada vez hay más personas que, a pesar de rodearse de gente, se sienten completamente solas. Las estadísticas del suicidio son una llamada de auxilio silenciada. No se habla, no se nombra, se esconde, como si el no decirlo hiciera desaparecer el problema.

No es solo una tragedia individual, es el síntoma de un sistema roto. Uno que pone el rendimiento por encima del bienestar, la productividad sobre el cuidado, la imagen sobre la autenticidad. Un sistema que enseña que pedir ayuda es una debilidad y que no hay tiempo para detenerse a mirar el dolor ajeno porque “cada quien va a lo suyo”.

Nos hemos deshumanizado. La frialdad no llegó de golpe, se fue instalando poco a poco, disfrazada de independencia, de éxito, de “cada quien con su vida”. Pero ¿qué pasa cuando “su vida” ya no puede más? Cuando nadie notó las señales, cuando nadie quiso mirar detrás de la sonrisa porque era más cómodo así.

Creemos que porque alguien ríe o va a trabajar o sube fotos en redes sociales, está bien. Pero no es así. El suicidio muchas veces no avisa en voz alta. Y en esta cultura del silencio emocional, del aislamiento disfrazado de libertad, dejamos de vernos de verdad.

Nombrar el suicidio es necesario, no para romantizarlo ni para juzgar, sino para entender. Para construir una comunidad que abrace en vez de señalar, que acompañe en vez de olvidar. Porque si seguimos ignorando este tema, si seguimos fingiendo que no pasa, solo vamos a seguir perdiendo vidas.

Personas distintas con  contextos diferentes, con un mismo final. Cada vez más personas aparecen sin vida por decisión propia, y sin embargo, el suicidio sigue siendo un tema que se arrincona, se silencia, se evita.

No se habla de ello. Nadie quiere nombrarlo. Como si al ignorarlo desapareciera. Pero no desaparece. Está ahí, creciendo como una sombra bajo la superficie, y lo más alarmante es que la mayoría prefiere mirar a otro lado.

Una sociedad que sonríe por fuera y se rompe por dentro

Vivimos en un sistema que ha fracasado en lo más básico, cuidar a las personas. Y ese fracaso no se mide solo en cifras económicas o en índices de productividad. Se mide en la cantidad de gente que no puede más. En los que callan su tristeza porque nadie quiere escucharla. En los que sonríen para no incomodar. En los que cada día cargan con un dolor invisible hasta que deciden soltarlo todo.

Se supone que estamos más conectados que nunca, pero emocionalmente estamos más lejos que nunca. Aislados. Perdidos en una sociedad que valora más una story feliz en Instagram que una conversación sincera. Donde se aplaude la “resiliencia” sin entender que a veces no se puede más. Donde se espera que la gente siga adelante como si nada, aunque por dentro estén desmoronándose.

Muchas veces, la gente que más sufre es la que más se esfuerza en parecer bien. Porque no quieren preocupar. Porque no quieren ser una carga. Porque han aprendido que mostrar el dolor es un acto que incomoda y espanta.

Frialdad disfrazada de independencia

Lo más triste es cómo nos hemos deshumanizado sin darnos cuenta. Esta frialdad con la que vivimos no es natural, es cultural. Nos la vendieron como libertad, como independencia, como fortaleza emocional. Pero en el fondo es desconexión. Es miedo a sentir.

El problema  es estructural, es colectivo, es cultural. Y necesitamos empezar a nombrarlo así.

Nombrar para transformar

Hablar del suicidio no es morboso es urgente. Porque el silencio no salva vidas y hablar puede hacerlo, escuchar puede hacerlo, estar presentes  de verdad, también.

Necesitamos recuperar el valor de lo humano. Volver a mirar a los ojos,  a preguntar cómo estás y querer escuchar la respuesta real,  a construir espacios donde no haga falta fingir, a entender que el cuidado es responsabilidad de todos.

No se trata de tener todas las respuestas, ni de cargar con el dolor ajeno en soledad, se trata de no dar la espalda. De dejar de actuar como si todo estuviera bien cuando no lo está. De dejar de aceptar como normal un mundo que nos enferma emocionalmente.

Cuando empezamos a hablar, el silencio deja de ser cómplice. Y cuando nos damos permiso para sentir, para conectar, para acompañar… entonces empezamos a reconstruir lo más importante: nuestra humanidad.


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