COCHITOS DE CHOQUE, ABUELO Y SUEÑOS
Cochitos de choque, abuelos y sueños que se quedan a vivir en nosotros
Salí del trabajo a disfrutar de los 15 minutos de descanso en la jornada, ese breve paréntesis que el reloj nos concede en medio de la rutina. Abrí la puerta y, como si el universo hubiese decidido hacerme una caricia inesperada, me encontré con ellos: los cochitos de choque. Para mí, todo cambió en un segundo. Porque esa imagen, tan inocente y simple, me llevó directo a mi infancia, a mi abuelo Antonio, y a las ferias de Fontanales.
Mi abuelo Antonio fue mi cómplice en más de una aventura infantil. En especial, en aquella que tenía lugar en Fontanales. Íbamos a escondidas, como si fuésemos parte de una travesura sagrada. Él sabía lo que yo deseaba antes de que pudiera pedirlo. Me compraba fichas para los cochitos, y yo me sentía en la cima del mundo. Era más que una feria: era un pacto silencioso entre generaciones. Él no decía mucho, pero su presencia era un refugio.
Aquel gesto, aparentemente pequeño, me marcó para siempre. En esos momentos, la vida tenía magia. Todo parecía posible desde el asiento de uno de esos coches: chocar sin miedo, reír sin culpa, conducir como si el mundo se terminara en cada vuelta.
¿Últimamente a mis 52 años me pregunto a dónde van los sueños que soñamos una vez?. Esa pregunta me persigue, especialmente cuando veo a otros niños correr hacia los cochitos sin saber que están a punto de hacer un recuerdo imborrable.
Algunos los dejamos atrás sin darnos cuenta. Otros los guardamos en un rincón del corazón, esperando que algún día volvamos a buscarlos. Y algunos, los más valientes, sobreviven a la adultez disfrazados de decisiones, de pasiones, de causas que seguimos persiguiendo aunque nos falte el aliento.
Soñábamos sin límite, sin freno, sin miedo al fracaso. Porque en la infancia, el fracaso no existe: solo existe el juego, la exploración, la posibilidad infinita.
De pequeños, todo tenía un aura especial. Las calles eran más largas, los días más lentos, y el verano parecía eterno. El amor no se decía, se demostraba. Un vaso de leche caliente era consuelo. Un “no digas nada” de tu abuelo era una declaración de libertad. La magia estaba en todas partes, no porque no supiéramos la verdad, sino porque elegíamos creer en lo hermoso.
Y qué importante es recordar eso.
En este mundo adulto lleno de prisas, ruido y pantallas, a veces olvidamos que la vida no necesita tanto para ser bonita. Que la inocencia no era ingenuidad, sino valentía. Que la ternura no es debilidad, sino sabiduría ancestral.
Los abuelos son los guardianes silenciosos de nuestros recuerdos más puros. No solo nos cuidaban. Nos enseñaban a mirar el mundo de una forma más humana. Nos mostraban, con sus gestos simples, que el amor no se grita, se vive.
Mi abuelo Antonio me dio mucho más que fichas para los cochitos. Me dio libertad. Me dio confianza. Me enseñó que ser cómplice de la alegría de alguien es una forma de amar. Y ese legado vive en mí, aunque él ya no esté.
A veces me pregunto qué pasaría si volviéramos a mirar el mundo como lo hacíamos entonces, con los ojos de un niño, con el corazón abierto. ¿Seríamos más felices? ¿Más libres? ¿Más humanos.
Los sueños que no se cumplieron… aún nos habitan, es cierto que muchos de nuestros sueños de infancia no se cumplieron. No tenemos cochitos en el garaje ni vivimos en un circo. Pero eso no significa que hayamos fracasado. Porque los sueños no solo están para cumplirse, están también para guiarnos, para inspirarnos, para mostrarnos qué parte de nosotros sigue viva.
A veces basta con un olor, una canción, o el giro de un cochito de feria para recordar quiénes éramos… y tal vez, para decidir quiénes todavía podemos ser.
Recordar no es una pérdida de tiempo. Es volver a lo esencial. Es reconocernos en aquello que nos hizo felices, en quienes nos cuidaron cuando no sabíamos cuidarnos, en lo que soñamos cuando aún no teníamos miedo de desear.
Hoy, mientras los cochitos giran allá afuera, pienso que tal vez los sueños de la infancia no se pierden. Se quedan a vivir en nosotros. Nos observan desde algún rincón, esperando que un día los miremos de nuevo, les hagamos un guiño, y decidamos —al menos por un rato— volver a subirnos a ese coche que nunca dejó de esperarnos.
Porque crecer no es dejar de soñar. Es aprender a hacerlo con los ojos abiertos.
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