ADICTA A DIOS, LA DEPENDENCIA QUE LIBERA
La luz que rompe las cadenas del Diablo
Hay una adicción que no quiero sanar.
Una que me llena de paz, que me sostiene en el silencio de la madrugada, que me abraza cuando el mundo da la espalda. Es la adicción a Dios. Una dependencia sagrada, íntima, silenciosa, que no esclaviza, sino que libera.
Últimamente, hablar con Dios se ha convertido en mi refugio diario. No por obligación, sino por necesidad. Lo busco en los Salmos, en las páginas suaves de mi Biblia, en mi diario de oración. Me he vuelto adicta a esa conexión, como quien encuentra un manantial en medio del desierto. Y mientras más bebo, más sed tengo… pero es una sed que no me debilita, sino que me fortalece.
Paradójicamente, fue en medio de esta luz que me vino a la mente la imagen de la carta del Diablo del tarot. Una figura que representa las adicciones, los apegos, las cadenas invisibles que nos atan a lo que nos destruye. ¿Por qué apareció esa carta mientras hablaba con Dios? Quizá porque para ver la verdadera luz, uno tiene que mirar la sombra de frente.
La carta del Diablo no es el mal absoluto, sino un reflejo de nuestras dependencias inconscientes. Nos muestra cómo podemos quedar atrapados en vínculos, hábitos, deseos o relaciones que parecen placenteras pero que nos roban la libertad. Y sin embargo, muchas veces no vemos esas cadenas, porque están envueltas en la seducción de lo conocido.
Dios, en cambio, no encadena. Dios nos libera.
Una dependencia que cura, cuando digo que soy adicta a Dios, no hablo de una obsesión vacía. Hablo de una elección diaria: la de buscar la paz en lugar del caos. De rodearme de armonía cuando el mundo parece celebrar la guerra. Estoy cansada de acompañarme de personas que no tienen paz en su alma, que viven en lucha consigo mismas y con los demás.No quiero absorber la violencia sutil de quienes no han encontrado paz interior. Ya hay suficiente conflicto en el mundo como para cargar también con el ajeno. Esa guerra no quiero llevarla más. Y ahí está Dios: el único que no me pide que lo impresione, que no me exige máscaras ni batallas. Con Él puedo ser yo, con mis caídas, con mis dudas, con mi vulnerabilidad desnuda. Es una adicción, sí, pero una que no destruye, sino que reconstruye.
La verdad es que ambos arquetipos —Dios y el Diablo— conviven en el alma humana. En cada uno de nosotros hay una parte que desea control, posesión, placer inmediato… y otra parte que anhela libertad, verdad, entrega. El Diablo ofrece cadenas doradas. Dios, alas.
EL punto está en no es rechazar esa sombra que nos habita, sino reconocerla, mirarla a los ojos, y pedirle a Dios que la transforme. Que convierta la adicción destructiva en devoción sanadora. Que tome nuestra necesidad de llenar vacíos y los llene de sentido.
Vivimos en un mundo que idolatra las adicciones tóxicas: al éxito, a las apariencias, a las redes, al tener. Por eso, ser adicta a Dios es un acto revolucionario. Es decir: No quiero anestesiarme más. Quiero despertar. Quiero vivir desde la fe, no desde el miedo. Desde la conexión, no desde la dependencia. Porque en el fondo, no somos esclavos. Somos hijos. Hijos de un Dios que no impone, sino que invita. Que no te sujeta con cadenas, sino que te espera con los brazos abiertos.
Quizá esta adicción a Dios no sea una adicción en el sentido humano. Quizá es un recordatorio constante de que la verdadera libertad no está en hacer lo que queremos, sino en desear lo que nos sana.
Así que si alguna vez te llaman fanática, obsesiva o incluso loca por hablar tanto con Dios, sonríe. Porque mientras el mundo celebra sus cadenas, tú elegiste tu libertad, tú paz. Dios no exige, no culpa, no grita. Él: escucha,guía, espera y nos transforma.
Por eso esta "adicción" a Dios no me hace daño. Al contrario, me devuelve la vida.
Porque Él no me quiere perfecta… me quiere presente. Y esa libertad, la encuentras hablando con Él.
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