INTELIGENCIA EMOCIONAL DESNATADA
¿Cuándo convertimos la inteligencia emocional en una moda sin sustancia?
En los años 90 leí el libro de Daniel Goleman sobre inteligencia emocional. Era algo nuevo, poderoso, una propuesta profunda para entender nuestras emociones y las de los demás, y cómo eso podía mejorar nuestras relaciones personales y profesionales. Pero han pasado los años, y lo que en su día parecía una revolución hoy se ha quedado en algo desnatado, diluido, vacío de contenido real.
¿Por qué hablo de inteligencia emocional desnatada? Porque muchas empresas, instituciones e incluso profesionales creen que con hacer un par de cursos, leer un par de libros, poner frases motivacionales o crear talleres de dos horas ya están marcando la diferencia. Se trata de una especie de cumplimiento cosmético, como quien pinta una pared agrietada sin reparar el muro que hay detrás.
El espejismo corporativo
En el entorno laboral actual, la inteligencia emocional se ha convertido en una palabra mágica. Cursos exprés, "charlas de bienestar", dinámicas de grupo, y hasta meditación en la oficina. Todo suena bonito… en el PowerPoint. Pero la práctica, el día a día, nos cuenta otra historia: emails agresivos, reuniones sin escucha, jefes con autoridad emocional cero y equipos desmotivados.
Las empresas creen que pueden arreglar una cultura tóxica con una charla de mindfulness. Pero si no hay coherencia, si no se respira respeto desde la dirección, si los valores no se viven sino que solo se enmarcan en la pared… no hay inteligencia emocional que valga.
¿Y quién paga la cuenta?
Aquí viene el otro lado: los empáticos. En toda organización hay personas que, genuinamente, intentan conectar, entender, mediar. Pero con frecuencia son esas mismas personas las que terminan quemadas, agotadas emocionalmente por tener que sostener vínculos con compañeros o jefes que no ponen de su parte. El coste emocional no se reparte equitativamente: lo soportan los de siempre.
Ser empático en un entorno laboral insensible no es una virtud, es un desgaste. Y muchas veces, lejos de valorarse, se da por hecho.
La inteligencia emocional no se enseña en dos horas, es un proceso largo, íntimo y comprometido. No es un checklist de habilidades blandas. Requiere autocrítica, voluntad de cambiar, práctica constante y, sobre todo, coherencia. Si una empresa no se compromete a vivir esos valores todos los días, en cada conversación, en cada decisión, entonces cualquier intento será solo eso: desnatado.
Menos postureo emocional y más humanidad real, no digo que no haya que hablar de inteligencia emocional. Al contrario. Pero sí hay que hacerlo con seriedad, con profundidad. No como quien vende yogures light: más fácil de digerir, pero con menos valor nutricional.
Si queremos relaciones laborales sanas, culturas organizacionales verdaderamente humanas, hace falta algo más que un curso y una frase bonita. Hace falta compromiso. Y mucha, mucha verdad.
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