LA SANTIFICACIÓN DEL CUERPO



Hay momentos en la vida en los que una mujer se detiene, respira hondo y mira atrás y decide dejar de entregarse a medias. Recuerda las veces en que vivió intensamente, como si no hubiera un mañana. Recuerda cómo amó, cómo se entregó, cómo creyó que cada nueva historia podía ser la definitiva. En esa entrega, muchas veces valiente y otras veces ingenua, hubo un anhelo constante: ser amada, reconocida, valorada.

Muchas mujeres —sobre todo aquellas con un fuego interior que las lleva siempre hacia adelante, sin miedo, con coraje— han vivido etapas en las que, en la búsqueda del amor, terminaron entregando más de lo que recibieron. Y no hablamos solo del cuerpo. Hablamos del alma, del tiempo, de la paciencia, de la esperanza.

Con el paso de los años, con la suma de decepciones, traiciones y desilusiones, llega un punto de inflexión. Un punto en el que la mujer se dice a sí misma: ya he pasado todas las pruebas. Y entonces comienza una transformación silenciosa pero poderosa.

Es allí donde muchas descubren que no fueron creadas para ser usadas, que su valor no está en cuánto pueden dar o sacrificar por otro, sino en cuánto pueden amarse a sí mismas. Empiezan a apartarse del ruido, de las conversaciones vacías, del contacto sin compromiso. No porque el deseo haya muerto, entienden que el cuerpo no es moneda de cambio para alcanzar amor, sino un templo que merece ser honrado.

Muchas mujeres han optado por retirarse de las relaciones pasajeras. No desde la amargura, sino desde la madurez. No por miedo, sino por sabiduría. Porque han aprendido que no quieren una relación a medias, sino una conexión profunda: física, mental, emocional y espiritual. Una relación como Dios manda.

Este retiro no es castigo, ni represión, ni resignación. Es una declaración de amor propio. Es elegir ser sujeto de la historia, no objeto. Es decir: no entregarse más desde la carencia, sino desde la plenitud. Y hasta que esa plenitud pueda compartirse con alguien que la valore y la respete, se está bien en la soledad, se está en paz en el silencio.

Cuando una mujer elegida decide dejar de tener relaciones , no se apaga, se enciende. Se enciende por dentro, en su espiritualidad, en su discernimiento, en su dignidad. Y desde ese lugar, crea una nueva forma de habitarse, de respetarse y de amar.

Cuando una mujer se retira del mundo… el alma se expande, retirarse del bullicio del mundo, no es porque haya dejado de desear, de sentir o de disfrutar. No es que rechace los placeres, sino que ya no se deja arrastrar por ellos. Ya no corre tras lo que no la llena, ya no se ofrece a quien no sabe recibirla. Y en ese acto de retiro, comienza algo sagrado.

Porque al alejarse de las tentaciones vacías, de los contactos sin alma, de las conversaciones sin sentido, algo dentro de ella empieza a florecer. El cuerpo, antes agotado por la entrega sin reciprocidad, se convierte en un templo silencioso y fuerte. Y el alma, que había estado dormida, empieza a expandirse con una luz nueva.

En ese espacio íntimo y limpio, se hace más fuerte la conexión con Dios. Con esa energía divina que la habita y la guía. Allí, sin interferencias, escucha mejor su propia voz, se recuerda quién es, se reencuentra con su valor. No como madre, ni como amante, ni como compañera: como mujer completa.

Esta etapa no es renuncia, es renacimiento. Es una forma superior de habitarse, de caminar con dignidad, de esperar sin ansiedad, de elegir sin miedo. Es la etapa en la que la mujer se honra a sí misma como nunca antes. Y en ese respeto sagrado por su cuerpo, su tiempo y su alma, se vuelve poderosa, luminosa y libre.

Dios no creó el cuerpo solo para el placer momentáneo, sino como un templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19-20). Un espacio sagrado, digno de respeto, de cuidado, y de entrega solo dentro del marco del amor verdadero, el compromiso, y la fidelidad. Por eso creó el matrimonio: como un pacto espiritual, no solo una unión legal o física. Es el contexto divino donde el cuerpo puede entregarse en totalidad: con amor, respeto, y propósito eterno.

Cuando una mujer se retira del uso desordenado del cuerpo, no se está privando, se está alineando con el propósito de Dios. Está diciendo: mi cuerpo no está disponible para cualquier historia pasajera; está reservado para un amor que refleje a Dios mismo. En ese acto de reserva, de cuidado, de espera consciente, hay un eco profundo del llamado a la santidad.Esto no es represión, es redención. Es volver al diseño original. Y cuando se vive así, el alma se ensancha, el espíritu se eleva, y el corazón descansa.

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