LOS ADJETIVOS POSESIVOS QUE NOS ALEJAN

Los adjetivos posesivos y el espejismo de la pertenencia: un llamado al desapego consciente.

Desde que tengo uso de razón algo en mi interior resonaba cuando en el colegio teníamos que pronunciar los adjetivos, quizás sea porque mi alma siempre ha buscado la independencia y la autonomía como cual mariposa salida de su capullo. Muchos son los que han querido devolverme al capullo sin entender que ese proceso no se puede hacer a la inversa.

En un mundo que está atravesando un cambio vibracional sin precedentes, donde las energías sutiles empujan a la humanidad hacia una conciencia más elevada, es necesario revisar ciertos patrones profundamente arraigados en el lenguaje, en las costumbres y, sobre todo, en la forma de relacionarse. Uno de ellos —aparentemente inocente, pero estructuralmente limitante— es el uso de los adjetivos posesivos para referirse a las personas: mi pareja, mi hijo, mi madre, mi vida.

El lenguaje refleja la estructura del pensamiento. Y cuando se habla desde la posesión, se habla desde una frecuencia de control, de apropiación, incluso de inconsciencia. El viejo paradigma nos ha enseñado a vincularnos desde el tener, no desde el ser. A creer que el amor está relacionado con la pertenencia, en lugar de comprender que el verdadero amor solo puede nacer en la libertad.

La idea de que los hijos pertenecen a los padres, o de que las parejas son propiedad mutua, ha sido fuente de innumerables conflictos emocionales, familiares y sociales. El apego enfermizo, el miedo a la pérdida, los celos, la dependencia, el control... todo brota desde esa misma raíz: la ilusión de que se puede poseer a otro ser humano.

Pero la verdad más profunda es que no se posee nada. Ni siquiera la vida misma es una propiedad: es un préstamo sagrado del universo, una experiencia temporal que se transita. Nada es mío, nadie es tuyo. Cada alma es libre, cada camino es único, y cada vínculo, si es auténtico, se basa en la elección mutua y no en la obligación, en el respeto y no en la dominación.

Este cambio energético que vive la Tierra —una transición del miedo al amor, del control a la entrega, de la densidad a la conciencia— invita a desaprender y a soltar. Y en ese soltar, también se incluye el lenguaje que encierra y limita. Comenzar a hablar de "la pareja con la que comparto", "el hijo que acompaño", "la madre que me trajo", es un acto sutil pero revolucionario. Implica reconocer al otro como un ser libre, no como una extensión de uno mismo.

No se trata de eliminar por completo una categoría gramatical, sino de tomar conciencia de lo que representa. Porque detrás de cada mi dicho sin consciencia, hay un eco del viejo mundo que se resiste a morir. Y hoy, más que nunca, se necesita hablar y vivir desde la coherencia de la nueva frecuencia: la del desapego amoroso, la del respeto profundo por la autonomía del otro, la del amor sin cadenas.

En definitiva, en un mundo que despierta, es urgente recordar que nada ni nadie nos pertenece. Todos venimos de una misma fuente, y hacia ella regresamos. Lo único que realmente tenemos es la capacidad de amar sin poseer, de compartir sin controlar, de acompañar sin retener. Y eso, paradójicamente, es lo que nos hace verdaderamente libres.

Con cariño,
✨ Ladiosaquetehabita ✨


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