El ruido del mundo y la falsa receta del bienestar


En nuestra sociedad  parece que todos saben lo que los demás deberían hacer. De repente todos somos médicos, psicólogos etc .. y  a quien atraviesa un momento de fragilidad se le ofrecen los mismos consejos de manual: tienes que salir, tienes que correr, tienes que sociabilizar. Las frases cambian poco, las bocas se multiplican, pero el mensaje es siempre el mismo: muévete, haz, cambia, mejora. Como si el sufrimiento fuera una avería que se repara con instrucciones universales.

Sin embargo, no todo malestar se calma con movimiento ni con ruido. Hay procesos que necesitan pausa, recogimiento, escucha interior. Pero el silencio, en una cultura que glorifica la productividad y el contacto constante, resulta incómodo, casi sospechoso. El que se retira es etiquetado como raro, débil o enfermo. Y así, el derecho al descanso emocional termina pareciendo un lujo.

El mandato de sociabilizar, en el imaginario colectivo, estar rodeado de gente equivale a estar bien. La soledad, en cambio, se percibe como un fracaso o una enfermedad. Pero ¿qué ocurre cuando el contacto con los otros desgasta más de lo que nutre? Cuando la convivencia se vuelve una coreografía de egos, de luchas de poder, de palabras que no escuchan. En esos casos, la retirada no es una fuga: es un modo de cuidarse.

Hay silencios que curan más que mil conversaciones. Hay momentos en que la única compañía posible es la propia presencia. Y esa elección —permanecer en calma, en casa, en uno mismo— no debería ser vista como renuncia, sino como un acto de respeto hacia la propia sensibilidad.

El peso del tienes que, la forma en que tratamos el sufrimiento ajeno revela nuestro miedo al dolor. Nos incomoda tanto verlo que intentamos corregirlo. Por eso aparecen los tienes que: tienes que salir, tienes que hacer ejercicio, tienes que distraerte. El verbo tener sustituye al sentir. El impulso por ayudar se convierte, sin darnos cuenta, en una forma de control.

Escuchar sin intervenir es un arte en vías de extinción. La mayoría prefiere ofrecer una receta antes que sostener un silencio. Pero acompañar no significa dirigir, ni aconsejar, ni arreglar. Acompañar, en su forma más pura, significa estar sin invadir.

Parirse a uno mismo, ina de las grandes carencias contemporáneas es la incapacidad de ser padre y madre de uno mismo. Crecemos esperando que alguien nos cuide, nos oriente, nos salve. Pero llega un momento en que la verdadera madurez consiste en parirse de nuevo: sostenerse, nutrirse, consolarse, sin delegar esa tarea en el mundo.

Ser padre y madre de uno mismo implica reconocer las propias necesidades sin esperar que otro las adivine. Implica saber cuándo retirarse, cuándo avanzar, cuándo hablar y cuándo callar. Es un proceso de auto-crianza emocional: aprender a ser el refugio que se buscaba fuera.

Solo cuando alguien logra sostenerse desde dentro deja de exigirle al otro que lo salve. Y entonces las relaciones dejan de ser transacciones de carencias y se transforman en espacios de libertad.

El valor del silencio, el silencio no es vacío: es un territorio fértil donde por fin puede escucharse lo que uno siente. Frente al ruido del mundo —el ruido de las opiniones, de los consejos, de los juicios—, el silencio se convierte en un gesto de resistencia. No todo se cura hablando. No todo se sana haciendo. A veces, lo más revolucionario es detenerse.

Ese silencio no es aislamiento, sino escucha. No es huida, sino encuentro. Solo desde ahí puede surgir una claridad propia, una verdad que no depende del consenso ni de la aprobación ajena.

Tal vez la verdadera salud mental empiece por dejar de tratar a todos igual. Por comprender que cada persona necesita su propio ritmo, su propio método, su propio tiempo. Que no hay una única forma de sanar ni una única manera de estar bien.

Y sobre todo, que ayudar no siempre significa decirle al otro qué hacer. A veces, el mayor gesto de amor consiste en ofrecer presencia sin consejo, compañía sin ruido, mirada sin juicio.

Porque quien ha aprendido a ser su propio padre y su propia madre ya no busca salvadores: busca almas con las que compartir el silencio.
Pagar justos por pecadores, en el sistema de salud mental, la desconfianza se ha convertido en un reflejo. No sin motivos: hay quienes convierten la baja médica en refugio permanente, quienes disfrazan la evasión de bienestar, quienes confunden curarse con escapar. Así, los médicos acaban mirando con recelo a todos por igual.

Pero no todos los silencios son excusas. No todas las pausas esconden pereza. Hay personas que de verdad necesitan detenerse para no romperse, que no buscan privilegios, sino aire. Y en ese contexto, la sospecha colectiva cae sobre quienes sí están intentando sanar de verdad.

Porque mientras unos viven del cuento, otros están luchando por salir de él.

Con cariño,
✨ Ladiosaquetehabita ✨


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